Editorial
Entre las cosas maravillosas creadas por Dios, una de las más bellas fue la familia. Dios la consagró, y ya que de simple contrato humano elevó el matrimonio a la dignidad de Sacramento, les dio a los cónyuges la dignidad de Ministros del mismo, con la capacidad de aumentar la gracia por cada acción buena que cada uno de ellos realice por bien del otro y de toda la familia.
Y uno de los frutos más grandiosos son los Sacerdotes, Ministros de Dios, nacidos generalmente del seno de una familia bien constituida.
Ante todo se ha de saber que la vocación sacerdotal viene de Dios y es un don grandísimo que Dios hace a sus criaturas, eligiéndolos para ser sus representantes en la tierra. Toda vocación, siendo un llamado, supone una respuesta. Pero, la vocación al sacerdocio, siendo una llamada de amor particular, supone una respuesta de amor en una correspondencia y un compromiso totalmente particular. El sacerdote, elegido, debe representar a Jesús y debe servir de unión entre los hombres y Dios. El sacerdote es otro Cristo. Es un consagrado por excelencia en el alma con sus facultades, en el cuerpo con sus sentidos, en el corazón con sus afectos. Ser consagrado al servicio de Dios, quiere decir no ser más dueño de sí mismo, sino buscar únicamente la Gloria, la Voluntad, los Intereses de Él. La Madre de los sacerdotes, la Virgen María, quien los llama sus “hijos predilectos”, hará que sean la sal de la tierra y la luz de los pueblos. Que la santidad de los sacerdotes, sea realmente nuestra gran preocupación.
¡¡¡¡Oremos por ellos!!!!!!